sábado, 5 de octubre de 2013

XVIII ANIVERSARIO DEL CRUZADO DEL SIGLO XX


      El pasado jueves tres de Octubre, festejábamos la entrada en el Paraíso de Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz; ese mismo día, en 1995, partía rumbo al Cielo el Dr. Plinio Correa de Oliveira, que seguramente llegó ante el Trono de Dios acompañado por la Santa de Liseux, a la que el Fundador de la TFP siempre demostró sincera admiración.

      No quiero dejar de plasmar -una vez más- mi gratitud y devoción por el Dr. Plinio, seglar valiente que denunció el "Concilio Vaticano II" y jamás aceptó la nueva misa del "Papa" Montini, ya que era uno de los muchos frutos envenenados del Modernismo infiltrado en la Santa Iglesia.

       Hoy sábado, dedicado a Nuestra Señora, bandera y baluarte del Dr. Plinio, quisiera que fuese él mismo quien la honrase una vez, como tantas e incontables veces hizo en vida.



      La Teología enseña que todas las gracias que nos vienen de Dios pasan siempre por las manos de María, de tal manera que nada obtendremos de El, si María no se asocia a nuestra ora­ción, y todas las gracias que recibimos las debemos siempre a la intercesión de María. Así, la Madre de Dios es el canal de todas las oraciones que llegan hasta su Divino Hijo y el camino de todas las gracias que Este otorga a los hombres.

      Evidentemente, esta verdad supone que en todas las oraciones que hagamos, pida­mos explicitamente a Nuestra Señora que nos apoye. Esta práctica sería sumamente loable. Pero, aunque no invoquemos decla­radamente la intercesión de Nuestra Señora podemos estar seguros de que seremos aten­didos porque Ella reza con nosotros, y por nosotros.

      De ahí se saca una conclusión sumamente consoladora. Si tuviésemos que confiar só­lamente en nuestros méritos, ¿cómo podría­mos confiar en la eficacia de nuestra ora­ción? Se cuenta que cierta vez, Nuestro Señor se apareció a Santa Teresa trayendo en las manos unas uvas maravillosas. Pre­guntó la santa al Divino Maestro qué signi­ficaban las uvas, y El respondió que eran una imagen del alma de ella. Miró entonces la santa detenidamente a las frutas y en la medida en que las examinaba, su primera impresión, que fue magnífica, se deshacía, y daba lugar a una impresión cada vez más triste. Llenas de manchas y de defectos, las uvas acabaron por parecer repugnantes a la gran santa. Ella comprendió entonces el alto significado de la visión. Incluso las almas más perfectas tienen manchas, cuando son atentamente examinadas. Y ¿cuáles son las manchas que pueden pasar desapercibidas a la mirada penetrante de Dios? Por eso tenía mucha razón el Salmista cuanto exclamaba: «Señor si atendieses a nuestras iniquidades, ¿quién se sustentará en vuestra presencia?»

      Y, si no hay nadie que no presente man­chas a los ojos de Dios, ¿quién puede esperar con plena seguridad ser atendido en sus ora­ciones?

      Por otro lado, Dios quiere que nuestras oraciones sean confiantes. No desea que nos presentemos ante su trono como esclavos que se aproximan con miedo de un temible señor, sino como hijos que se acercan a un padre infinitamente generoso y bueno. Esa confianza es incluso una de las condiciones de la eficacia de nuestras oraciones. Pero, ¿cómo tendremos confianza, si, mirando en nuestro interior, sentimos que nos faltan las razones para confiar? Y si no tenemos con­fianza, ¿cómo esperamos ser atendidos?

      De las tristezas de esta reflexión nos saca, triunfalmente, la doctrina de la Mediación Universal de María.

      De hecho, nuestros méritos son mínimos, y nuestras culpas grandes. Pero, lo que por nosotros mismos no podemos alcanzarlo, te­nemos el derecho de esperar que las ora­ciones de Nuestra Señora lo alcance.

      Y jamás debemos dudar de que Ella se asocia a nuestras oraciones cuando son con­venientes a la mayor gloria de Dios y a nues­tra santificación. De hecho, Nuestra Señora nos tiene un amor que sólo de modo imper­fecto puede ser comparado al amor que nos tienen nuestras madres terrenas. San Luis María Grignón de Monfort dice que Nuestra Señora tiene al más despreciable y miserable de los hombres un amor superior al que resultaría de la suma del amor de todas las madres del mundo a un hijo único. Nuestra Madre auténtica en el orden de la gracia nos engendró para la vida eterna. Y a Ella se aplica fielmente la frase que el Espíritu Santo esculpió en la Escritura: «Aunque tu padre y tu madre te abandonasen, Yo no me olvidaría de ti». Es más facil ser abandonados por nuestros padres según la naturaleza, que por Nuestra Madre según la gracia.


      Así, por más miserables que seamos, po­demos presentar con confianza a Dios nues­tras peticiones: siempre que fueran apoya­das por Nuestra Señora, encontrarán un valor inestimable a los ojos de Dios, que ciertamente obtendrá para nosotros el favor pedido.

      Nos conviene meditar incesantemente so­bre esta gran verdad. Católicos que somos, debemos enfrentar en esta vida las luchas comunes a todos los mortales y, además de esto, las que nos vienen por el hecho de estar al servicio de Dios. Pero, aunque los horizontes parezcan estar a punto de des­cargar sobre nosotros un nuevo diluvio, aun­que los caminos se nos cierren al paso, los precipicios se abran y la propia tierra se mueva bajo nuestros pies, no perdamos la confianza: Nuestra Señora superará todos los obstáculos que estén por encima de nues­tras fuerzas. Mientras esta confianza no des­erte de nuestro corazón, la victoria será nues­tra, y de nada valdrán las tramas de nuestros adversarios: caminaremos sobre las áspides y los basiliscos y aplastaremos con nuestros pies los leones y los dragones.

Plinio Corrêa de Oliveira

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